He tomado prestada esta frase de la Mtra. Mely Pérez Talamantes para iniciar mi participación que irá a caballo entre el testimonio y lo académico, dado que pretendo demostrar la inevitable unión entre la filosofía y la vida.
Nuestra mesa invita a la reflexión sobre la seguridad y el entorno vital, he decidido que la mejor manera de hacerlo no era desde una perspectiva absolutamente académica, sino desde el aporte íntimo de mi experiencia como víctima de violencia. Me mueve la intención honesta y profunda de que constaten la existencia de fenómenos como este que vulneran nuestra seguridad en el seno de los más privados entornos vitales.
Viví la violencia sin darme cuenta. Estuve en ella 13 años sin ningún tipo de reflexión, autocrítica o duda. Las cosas eran así y punto. Hubo de pasar mucho tiempo antes estar en posibilidad de detenerme a preguntar ¿y por qué son así las cosas?
En ese entonces para mí la situación privada no tenía nada que ver con la pública, tanto así que pude seguir trabajando sin conflicto alguno en el programa de género para jóvenes del Consejo guanajuatense de la juventud y el deporte. La contradicción no es tal si comprendemos que yo había “normalizado” es decir, vuelto normal lo que estaba viviendo y no dejaba ningún espacio para compararlo con la “anormalidad” de los casos manejados en el programa.
Sin embargo, en toda situación violenta sucede al menos un evento clave que detona la conciencia. Algunas personas lo dejan pasar, lo común es que finalice en la muerte de alguno o algunos de los involucrados después de cierto tiempo. En mi caso, activó los instintos de conservación de los cachorros. No importaba qué tanto daño sufriera yo mientras considerara exentos de ello a mis hijos, pero llegó un día en que los vi en peligro. Mi hijo, entonces de unos 4 años, intentó defenderme de mi agresor, su padre. Ese momento fue el decisivo, cuando la inercia y el miedo de tantos años trocó en fuerza y comencé la revisión.
Intentaba localizar la causa primaria, la razón, el origen de lo que estábamos viviendo. Hasta ese momento me di cuenta que no se trataba sólo de un “problema de pareja”, sino que involucraba a toda la familia, nuclear y extendida. Pero no había causa ni razón posible, la violencia nunca las tiene. Origen sí y por ahí comencé. Fue difícil descubrir, aunque es mejor decir asumir, que los primeros episodios violentos se presentaron al poco tiempo de iniciar la relación. Los estudios de que disponemos actualmente demuestran el carácter progresivo y ascendente de los actos violentos.
Esta etapa la viví con miedo de ser descubierta pensando sobre el problema, como si los pensamientos se transparentaran; viví con culpa y vergüenza, estaba enojada, con resentimiento, pero lo que la volvía más terrible era el secreto. La profunda convicción de que hay un secreto que no debe ser revelado.
Se ha perdido la propia identidad y cuesta reconocerlo, sin embargo es posible recuperarla. Tal vez se deban romper viejos paradigmas como aquellos que afirman que las relaciones violentas se siembran desde la infancia y no son sino la cosecha abundante y dolorosa de ese proceso vital. En mi caso no fue así, mi infancia fue feliz, con padres amorosos y pendientes de mis hermanas y de mí todo el tiempo, hasta la fecha y a pesar de las distancias. Así que me vi obligada a buscar por otras rutas.
Existe el deseo de entender qué y cómo pasó, de explicar cómo llegué a ser objeto de alguien más y dejé de ser sujeto; eso significa asumir, pensar mucho, tratar de dar nombre a las experiencias. Este es un primer paso para el proceso filosófico: llevar la experiencia, la mera anécdota a la formación de conceptos.
Me di cuenta que como filósofa, podía y puedo aportar clarificación conceptual.
Cuando fui capaz de dar un nombre a mi experiencia, pude manejarla, decidir sobre ella.
Ejemplos hay muchos, cualquiera que padezca una enfermedad sufre más mientras no sabe qué es, pero si se le diagnostica correctamente ya cuenta con elementos para combatirla o sobrellevarla, puede dedicar sus energías a algo más que preocuparse –inútilmente- en solitario.
Sucede lo mismo en la violencia, al conceptualizar la situación, el monstruo tuvo nombre y a partir de ese momento fui capaz de hacerme cargo de mí y mi presente. Pero como en la enfermedad, no basta con el conocimiento silencioso y personal. Debe compartirse.
Es absolutamente necesario hacer público lo que en principio es, o parece ser privado, porque es base elemental de la seguridad. Al hacer visible mi situación a la familia y amigos más cercanos, creé una red de soporte, tuve ojos que no sólo vigilaban que mis hijos y yo estuviéramos bien, sino que también, con ese pequeño acto, vigilaban al agresor. Conseguí hacerlo visible, porque aunque ya existía, nadie más sabía de él. Así se creó la posibilidad de contenerle.
Pero para ello, aunque no me gustara, tuve que asumir que yo era una víctima, y estaba vulnerable, por tanto no debía sentir culpa ni vergüenza. El silencio, la ocultación, la mentira, matan, pues mantienen secreta la causa de la inseguridad.
En este momento, la recuperación de objeto a sujeto sucede de maneras contundentes en un continuo proceso de vaivén, ya hice público, ya visibilicé lo que antes había conceptualizado, pero soportar la vista, el escrutinio, los juicios de los demás me lastima a la vez que dota de presencia, de sustancia, me va determinando poco a poco, nunca mejor dicho: volviendo en mí. Y esto incluye el interrogatorio morboso o indolente del ministerio público, el aburrimiento del médico legista, el cuchicheo de la vecina, todo existe pero al hacerlo me está haciendo de nuevo presente en el mundo. Y lentamente, todo contribuye a recuperar el sentido de la vida.
Cuando se ha conceptualizado primero y luego visibilizado la experiencia privada, es el momento de categorizar.
Estoy en posibilidad de volcar una vivencia, algo que no pasaría de simple anécdota en un aporte académico, cívico y/o político
Las categorías que realice pueden ser nuevas e irse enriqueciendo con aportes posteriores porque las he vuelto disponibles, públicas. O puede que preexistan categorías a las cuales afiliarme, pero el que existan las coloca en el lenguaje, y eso a su vez las hace disponibles para el estudio y el debate, con cual podrán eventualmente filtrarse hasta las esferas netamente políticas, y tal vez lleguen a influir sobre alguna ley, y consigamos finalmente un cambio práctico en nuestra comunidad. Porque las categorías permiten eso: ordenar, sumar, reglamentar, etc.
Es decir, el camino que me llevó desde la toma de conciencia y el inevitable periodo de extravío identitario, hasta el compromiso académico, cívico, político, es parte del proceso de curación.
La filosofía forma parte de la vida, conceptualiza, visibiliza, categoriza. He dejado la victimización necesaria en otros momentos del proceso, para buscar la cura personal y de familia, asumiendo como premisa lo que afirma Víctor Frankl: el problema radica en la pérdida del significado de nuestra vida y la espiritualidad es el camino para reencontrarla.
Estoy convencida que sólo hay dos formas de estar en el mundo: permitiendo que la vida nos viva y decida por nosotros, o bien, atreviéndonos a tomar el control sobre ella, teniendo el valor de decidir y asumiendo las respectivas consecuencias. Yo he decido darme con amor. Así llevo mi vida, mi magisterio, mi creación, todo, y ha sido la forma de crear seguridad para mí y los míos, la forma de tejer esas redes amplias que nos vayan haciendo responsables unos de otros, de manera honesta y afectuosa.
Tuve que recorrerlo todo para comprender que es posible tener seguridad en mi entorno vital, que puedo relacionarme de manera pacífica y no-violenta. Y que el ejemplo cunde, se contagia.
Gracias.
Nuestra mesa invita a la reflexión sobre la seguridad y el entorno vital, he decidido que la mejor manera de hacerlo no era desde una perspectiva absolutamente académica, sino desde el aporte íntimo de mi experiencia como víctima de violencia. Me mueve la intención honesta y profunda de que constaten la existencia de fenómenos como este que vulneran nuestra seguridad en el seno de los más privados entornos vitales.
Viví la violencia sin darme cuenta. Estuve en ella 13 años sin ningún tipo de reflexión, autocrítica o duda. Las cosas eran así y punto. Hubo de pasar mucho tiempo antes estar en posibilidad de detenerme a preguntar ¿y por qué son así las cosas?
En ese entonces para mí la situación privada no tenía nada que ver con la pública, tanto así que pude seguir trabajando sin conflicto alguno en el programa de género para jóvenes del Consejo guanajuatense de la juventud y el deporte. La contradicción no es tal si comprendemos que yo había “normalizado” es decir, vuelto normal lo que estaba viviendo y no dejaba ningún espacio para compararlo con la “anormalidad” de los casos manejados en el programa.
Sin embargo, en toda situación violenta sucede al menos un evento clave que detona la conciencia. Algunas personas lo dejan pasar, lo común es que finalice en la muerte de alguno o algunos de los involucrados después de cierto tiempo. En mi caso, activó los instintos de conservación de los cachorros. No importaba qué tanto daño sufriera yo mientras considerara exentos de ello a mis hijos, pero llegó un día en que los vi en peligro. Mi hijo, entonces de unos 4 años, intentó defenderme de mi agresor, su padre. Ese momento fue el decisivo, cuando la inercia y el miedo de tantos años trocó en fuerza y comencé la revisión.
Intentaba localizar la causa primaria, la razón, el origen de lo que estábamos viviendo. Hasta ese momento me di cuenta que no se trataba sólo de un “problema de pareja”, sino que involucraba a toda la familia, nuclear y extendida. Pero no había causa ni razón posible, la violencia nunca las tiene. Origen sí y por ahí comencé. Fue difícil descubrir, aunque es mejor decir asumir, que los primeros episodios violentos se presentaron al poco tiempo de iniciar la relación. Los estudios de que disponemos actualmente demuestran el carácter progresivo y ascendente de los actos violentos.
Esta etapa la viví con miedo de ser descubierta pensando sobre el problema, como si los pensamientos se transparentaran; viví con culpa y vergüenza, estaba enojada, con resentimiento, pero lo que la volvía más terrible era el secreto. La profunda convicción de que hay un secreto que no debe ser revelado.
Se ha perdido la propia identidad y cuesta reconocerlo, sin embargo es posible recuperarla. Tal vez se deban romper viejos paradigmas como aquellos que afirman que las relaciones violentas se siembran desde la infancia y no son sino la cosecha abundante y dolorosa de ese proceso vital. En mi caso no fue así, mi infancia fue feliz, con padres amorosos y pendientes de mis hermanas y de mí todo el tiempo, hasta la fecha y a pesar de las distancias. Así que me vi obligada a buscar por otras rutas.
Existe el deseo de entender qué y cómo pasó, de explicar cómo llegué a ser objeto de alguien más y dejé de ser sujeto; eso significa asumir, pensar mucho, tratar de dar nombre a las experiencias. Este es un primer paso para el proceso filosófico: llevar la experiencia, la mera anécdota a la formación de conceptos.
Me di cuenta que como filósofa, podía y puedo aportar clarificación conceptual.
Cuando fui capaz de dar un nombre a mi experiencia, pude manejarla, decidir sobre ella.
Ejemplos hay muchos, cualquiera que padezca una enfermedad sufre más mientras no sabe qué es, pero si se le diagnostica correctamente ya cuenta con elementos para combatirla o sobrellevarla, puede dedicar sus energías a algo más que preocuparse –inútilmente- en solitario.
Sucede lo mismo en la violencia, al conceptualizar la situación, el monstruo tuvo nombre y a partir de ese momento fui capaz de hacerme cargo de mí y mi presente. Pero como en la enfermedad, no basta con el conocimiento silencioso y personal. Debe compartirse.
Es absolutamente necesario hacer público lo que en principio es, o parece ser privado, porque es base elemental de la seguridad. Al hacer visible mi situación a la familia y amigos más cercanos, creé una red de soporte, tuve ojos que no sólo vigilaban que mis hijos y yo estuviéramos bien, sino que también, con ese pequeño acto, vigilaban al agresor. Conseguí hacerlo visible, porque aunque ya existía, nadie más sabía de él. Así se creó la posibilidad de contenerle.
Pero para ello, aunque no me gustara, tuve que asumir que yo era una víctima, y estaba vulnerable, por tanto no debía sentir culpa ni vergüenza. El silencio, la ocultación, la mentira, matan, pues mantienen secreta la causa de la inseguridad.
En este momento, la recuperación de objeto a sujeto sucede de maneras contundentes en un continuo proceso de vaivén, ya hice público, ya visibilicé lo que antes había conceptualizado, pero soportar la vista, el escrutinio, los juicios de los demás me lastima a la vez que dota de presencia, de sustancia, me va determinando poco a poco, nunca mejor dicho: volviendo en mí. Y esto incluye el interrogatorio morboso o indolente del ministerio público, el aburrimiento del médico legista, el cuchicheo de la vecina, todo existe pero al hacerlo me está haciendo de nuevo presente en el mundo. Y lentamente, todo contribuye a recuperar el sentido de la vida.
Cuando se ha conceptualizado primero y luego visibilizado la experiencia privada, es el momento de categorizar.
Estoy en posibilidad de volcar una vivencia, algo que no pasaría de simple anécdota en un aporte académico, cívico y/o político
Las categorías que realice pueden ser nuevas e irse enriqueciendo con aportes posteriores porque las he vuelto disponibles, públicas. O puede que preexistan categorías a las cuales afiliarme, pero el que existan las coloca en el lenguaje, y eso a su vez las hace disponibles para el estudio y el debate, con cual podrán eventualmente filtrarse hasta las esferas netamente políticas, y tal vez lleguen a influir sobre alguna ley, y consigamos finalmente un cambio práctico en nuestra comunidad. Porque las categorías permiten eso: ordenar, sumar, reglamentar, etc.
Es decir, el camino que me llevó desde la toma de conciencia y el inevitable periodo de extravío identitario, hasta el compromiso académico, cívico, político, es parte del proceso de curación.
La filosofía forma parte de la vida, conceptualiza, visibiliza, categoriza. He dejado la victimización necesaria en otros momentos del proceso, para buscar la cura personal y de familia, asumiendo como premisa lo que afirma Víctor Frankl: el problema radica en la pérdida del significado de nuestra vida y la espiritualidad es el camino para reencontrarla.
Estoy convencida que sólo hay dos formas de estar en el mundo: permitiendo que la vida nos viva y decida por nosotros, o bien, atreviéndonos a tomar el control sobre ella, teniendo el valor de decidir y asumiendo las respectivas consecuencias. Yo he decido darme con amor. Así llevo mi vida, mi magisterio, mi creación, todo, y ha sido la forma de crear seguridad para mí y los míos, la forma de tejer esas redes amplias que nos vayan haciendo responsables unos de otros, de manera honesta y afectuosa.
Tuve que recorrerlo todo para comprender que es posible tener seguridad en mi entorno vital, que puedo relacionarme de manera pacífica y no-violenta. Y que el ejemplo cunde, se contagia.
Gracias.